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Reglas versus estándares - Un ejemplo en el derecho societario

Juan Antonio Gaviria – Miembro fundador del IDEAS


La literatura jurídica suele distinguir entre reglas y estándares como dos estrategias excluyentes para regular la conducta humana y, en el ámbito societario, la empresarial. Las reglas establecen de manera anticipada y concreta la frontera entre las conductas lícitas e ilícitas, con lo cual solo se requiere posteriormente comparar la norma con los hechos del caso para determinar la consecuencia jurídica.[1] El ejemplo típico es el de los límites de velocidad, que generalmente son una cifra de dos dígitos, como un máximo de 60 kilómetros por hora. Un segundo ejemplo son los términos legales, como una fecha límite para presentar un recurso ante un juez o una declaración de renta ante la DIAN. Los estándares, en contraste, son normas abiertas o vagas que dan mayor libertad a quien posteriormente juzga un comportamiento para determinar si es legal o no. Volviendo al ejemplo de transporte vehicular, es famoso el caso del Estado de Montana, en Estados Unidos, que reemplazó las reglas en sus límites de velocidad por un estándar bajo el cual el conductor debía manejar de manera razonable y prudente, norma que estuvo vigente hasta que la Corte Suprema de ese estado la invalidó por ser un criterio nebuloso para regular una conducta que, en caso de accidentes, podía tener consecuencias penales.[2] Otras ilustraciones de estándares son el mejor interés para un niño en conflictos entre sus padres, en el derecho de familia, conductas genéricas que restringen la competencia, en el derecho de los mercados, o el abuso de la personalidad jurídica o fraude a la ley, en el derecho societario. Nótese, de todas maneras, que la diferencia entre reglas y estándares no es de blanco y negro, sino de grado: las normas con precisión total, reglas puras, están en un extremo del espectro y las que adrede son extremadamente vagas o ambiguas en el otro.


¿Son preferibles las reglas o los estándares? Depende de la conducta a regular. Para casos como los límites de velocidad, como el ejemplo de Montana lo prueba, parece que las reglas son más adecuadas. En general, las reglas funcionan mejor cuando, para sus destinatarios, la certeza de la norma sobre el límite entre lo permitido y lo prohibido es preferible a su flexibilidad. Con todo, las reglas tienen la desventaja de ser supra e infra incluyentes. Volviendo a los límites de velocidad, y asumiendo que este es de 60 kilómetros por hora, pueden haber conductores novatos que manejando a 50 generan un riesgo mayor que el de personas experimentadas que van a 70. Las reglas, además, pueden volverse anacrónicas cuando las condiciones económicas, sociales o políticas cambian rápido mientras que el legislador reacciona en forma lenta. En tales casos, son preferibles estándares que dejen a criterio del juzgador de turno la interpretación de la norma, con lo cual esta se adecúa de forma más sincrónica con los cambios en el mundo fáctico. Como desventaja que es consecuencia natural de su fortaleza, en el estándar hay un mayor riesgo de incertidumbre jurídica en cuanto a su aplicación, sobre todo cuando la jurisprudencia no da pautas claras o uniformes sobre como interpretar tal estándar. En responsabilidad civil extracontractual, para ilustrar, suena más justo calcular una indemnización por daños morales en cada caso concreto en vez de hacerlo con base en una tabla determinada ex ante por el legislador, pero en aquel caso situaciones similares podrían ser juzgadas de manera diferente con la consiguiente vulneración del derecho a la igualdad.


La Ley 2069 de 2020, al modificar algunas normas del Código de Comercio y de la Ley 1258 de 2008 sobre causales de disolución sustituyó una regla por un estándar. En efecto, las normas hoy derogadas indicaban que una sociedad estaba en causal de disolución cuando su patrimonio se reducía por debajo de cierto porcentaje del capital. Para la SAS, según el numeral séptimo del artículo 34 de la Ley 1258 de 2008, esto sucedía cuando el patrimonio era inferior a la mitad de tal capital. Esto es claramente una regla porque basta tener en una mano un papel con dicha norma y en la otra los estados financieros de una compañía para determinar, con una simple división, si tal causal de disolución se presenta o no.


Las reglas de causales de disolución del Código de Comercio por reducción del patrimonio estuvieron vigentes durante casi medio siglo a pesar de algunas desventajas evidentes. Primero, la regla se basa en un concepto como el capital que, si bien tiene importancia legal, financieramente puede ser irrelevante o carecer de relación con la situación real de una compañía, especialmente cuando han pasado muchos años entre la última capitalización y el presente. Segundo, y como toda regla, era supra e infra incluyente. Es decir, generaba la posible disolución de compañías financieramente sanas, en el primer caso, y mantenía en operación a algunas empresas con graves dificultades económicas con el consiguiente perjuicio para sus acreedores, en la segunda hipótesis. El primer caso, el de disolución de compañías con patrimonios muy bajos o negativos a pesar de tener un futuro viable, era el más grave. A veces ocurre que una sociedad tiene cifras contables en rojo pero expectativas promisorias. Recuérdese que la contabilidad mira más hacia el pasado, con base en la causación, mientras que el éxito empresarial depende más de la capacidad de generar ingresos futuros y de la caja. Esto es especialmente cierto, en los últimos tiempos, en compañías start-up o que basan su negocio en plataformas tecnológicas. Con frecuencia las noticias reportan que compañías como Uber en Estados Unidos o Rappi en Colombia generan pérdidas a pesar de lo cual su número de clientes e inversionistas crece exponencialmente. El modelo de negocios, en tales casos, pareciera sustentarse en resistir un período de rentabilidades negativas mientras se obtiene una masa crítica de consumidores para luego revertir la situación, convirtiendo a la compañía en una “vaca lechera” al monetizar infinidad de servicios gracias a su alto número de clientes. Tal vez por defectos como estos, que se agravan en épocas de crisis financieras como la actual, ya el Decreto Legislativo 560 de 2020 y normas complementarias habían suspendido durante dos años las causales de disolución por reducción del patrimonio social.


Por tales desventajas de las reglas viejas, es saludable aunque no exento de riesgos que el artículo 4 de la Ley 2069 de 2020, o ley de emprendimiento, haya sustituido tales causales de disolución por una más genérica consistente en el no cumplimiento de la hipótesis de negocio en marcha (“HNM”). La norma es claramente un estándar porque no hay un número o fórmula matemática que permita establecer a priori y para todos los casos si una compañía cumple con la HNM. Por el contrario, esta determinación, con base en criterios generales de las NIIF, las NIA y la reglamentación que adopte próximamente el Gobierno, la hace cada compañía al proyectar sus cifras financieras para, por lo menos, los doce meses siguientes y, así, determinar si cuenta con el flujo de caja requerido para seguir operando o si, por el contrario, no hay otra alternativa que la liquidación, caso en el cual, además de convocar al máximo órgano social para decidir acerca de la disolución, deberá dejarse de llevar la contabilidad con base en las normas aplicables para los negocios en marcha.


Haber sustituido una regla por un estándar es favorable para evitar las desventajas ya descritas, asumiendo que las compañías harán de manera rigurosa y seria sus análisis financieros, algo de esperar en negocios medianos y grandes con acceso a personal calificado para tales labores, y en menor medida en compañías pequeñas, micro o al borde de la informalidad, y suponiendo también que el mayor número de litigios que genere la interpretación de la nueva norma genere una jurisprudencia que clarifique el estándar. Pero como no hay solución legal perfecta, la norma también genera un riesgo, consistente en que esta mayor libertad que da el estándar, que en este caso se otorga a los administradores de una compañía, se utilice para dilatar el fin de un negocio que ya es prácticamente inviable, buscando un golpe de suerte o un milagro, con el perjuicio para los acreedores o, en un caso menos probable pero no imposible, acelerar una disolución cuando realmente hay otros caminos para mantener a la empresa en marcha. Obsérvese, paradójicamente, que el mayor riesgo con las reglas derogadas era que empresas viables se disolvieran mientras que hoy, con los nuevos estándares, el peligro más probable es el contrario, que empresas sin futuro sigan operando por la ausencia o inexactitud, con o sin dolo, de los análisis financieros de sus administradores.


Como contrapeso a tal mayor autonomía empresarial, la Ley 2069 hace responsables solidariamente a los administradores por los incumplimientos de los deberes establecidos en su artículo 4. Esa responsabilidad solidaria, si bien útil para disciplinar a los administradores en el cumplimiento de su tarea, hace más riesgosa legalmente su labor, con lo que podría haber aversión de algunos de ellos de seguir manejando un barco que empieza a hacer agua, algo negativo si tal persona que pretende renunciar tienen un patrimonio personal que no quiere arriesgar, es la que mejor conoce la empresa y la que tiene la capacidad de sacarla a flote.


El artículo 4 de la Ley 2069 de 2020, un cambio aparentemente pequeño pero con grandes implicaciones para el derecho societario, da lugar a muchos otros comentarios, que tendrán lugar en otros escritos.

[1] Kaplow, Louis, Rules Versus Standards: An Economic Analysis 42 Duke. L.J. 557 (1992). [2] State v. Standko, 974 P.2d 1132 (1998). Véase también Schauer, Frederick, Thinking Like a Lawyer, A New Introduction to Legal Reasoning, Cambridge, Harvard University Press, 2009, p. 188-202.

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